Cuando era pequeña y les llevaba a mis padres un boletín de notas con sobresalientes, no solían hacer mucha alharaca. Aquello era mi obligación, no merecía mayor comentario a no ser que se fallara en alguna que no fuese gimnasia y apareciese algún notable. Había a quien le hacían regalos si sacaba buenas notas, pero no era el caso de mi casa.
Con la perspectiva de los boletines de notas de mis hijos la semana que entra, andaba yo rumiando ese recuerdo cuando me he dado cuenta de cómo de determinante fue aquel detalle de mis padres en la conformación de mi visión del universo.
Creo sinceramente que el desagrado o incluso la vergüenza ajena que siento cuando alguien se vanagloria de cumplir con su obligación rasa, (o mejor aún, anuncia con fanfarrias que la va a cumplir, anuncia con fanfarrias que la está cumpliendo, y finalmente se vanagloria de haberla cumplido como si fuera algo fuera de serie), viene de ahí. La culpa tiene que ser de mis padres.
Probablemente, como en tantas cosas, mis padres se equivocaran con la mejor intención, dándome una educación para el mundo en el que vivieron ellos, no para el mundo que venía.
El caso es que sigo dándole vueltas mentalmente a la zona de juegos infantiles de los pequeños en el Parque de la Cubana, zona donde trabajaron un par de días a principios de noviembre, que subvencionó la comunidad autónoma, que aparentemente está acabada, y que, sin embargo, permanece precintada, esperando quizá el día que le venga bien una foto a este nuestro gobierno municipal.
Evidentemente, como también paso habitualmente por allí, pienso también en la zona para niños mayores, que inexplicablemente se licitó aparte de la otra, y que en todo caso debía estar arreglada, según la licitación, para mitad de noviembre y en la que no se ha visto movimiento alguno. Quizá pase con esto como con el teatro de la casa de la cultura, nunca más se supo.