Ayer sábado fue el día de una de las patronas de Alhama, Nuestra Señora de la Esperanza, de la Expectación, de la O, de la Dulce Espera o de la Divina Enfermera. Maria Gravida, en todo caso. Siete días antes de Navidad.
Los últimos días del embarazo antes del parto suelen ser los peores, especialmente cuando es el primero. También lo son los días oscuros del Adviento, en los que el cuerpo y el alma piden encender luces.
En estos tiempos de luz eléctrica, ciencia e higiene, maternidades hospitalizadas y (en el fondo) falsas seguridades, es fácil desconectarse de las necesidades ancestrales ligadas al año solar, y sin embargo, de alguna manera las sentimos. Todas esas reuniones que hacemos (o dejamos de hacer por precaución), ese alcohol que corre y desinhibe, las comidas, almuerzos y cenas donde anticipamos los previsibles excesos navideños intentan tapar en parte el desasosiego que nos causan el silencio y la falta de luz.
El contacto físico y social actúa como un bálsamo tranquilizador, un chute de oxitocina que parece que este año necesitamos aún más de lo normal. (No es ningún secreto que este año todo el mundo parece estar más desquiciado de lo normal, más irascible, más sensible). Todas las noticias e indicios nos avisan de que debemos moderarnos, evitar el peligro, si no por nosotros, por los demás.
Me pregunto qué haremos, qué nos costará, qué perderemos. No voy a encomendar a la virgen de la Esperanza el que aprendamos algo. Sé que las cosas las aprenden los individuos, que las masas son incapaces de ese aprendizaje y, que como los niños pequeños, solo se mueven por sentimientos. Me da miedo sentir a la sociedad tan triste y cansada por mucho que celebre.
Supongo que encenderé una vela y rezaré porque sea una hora corta.