Historias de mujeres hay millones, pero quizá algunas le dan sentido completo a la palabra mujer.
La vida no le dio tregua, amó con todas sus fuerzas y tras cada golpe supo recomponerse a fuerza de esperar que llegara su momento.
Cicatrices la atraviesan que oculta tras una amplia sonrisa, el miedo de vez en cuando vuelve a perseguirla, pero con los años aprendió a difuminarlo aparcándolo en un rinconcito de su corazón.
Luchadora nata, escondió verdades, dibujó otra vida para ocultar los golpes y mintió día tras día para no dejar que nadie conociera su verdadera identidad.
Tuvo que irse a vivir a otra ciudad, dejando atrás los insultos y la decadencia de una sociedad egoísta que no entendió su cambio.
Pronto aprendió a disimular su cuerpo, a darle forma, redondear su figura y parecer atractiva. Aun a pesar de ser señalada y menospreciada.
Rímel, peluca y tacones fueron sus primeros juguetes, rebuscaba en los armarios vestidos y sujetadores para sentirse más ella, más única y nadie le dio tregua en los parques cuando quiso jugar con muñecas, vestirse de rosa o colgarse un bolso.
Jamás permitió que su barba precoz, su voz ronca y profunda le impidieron sentirse mujer.
Nació en un cuerpo equivocado, creció creyendo ser menos, distinta y desafortunada.
Los insultos la hicieron más fuerte, le dieron el coraje para no esconderse y para luchar por sus sueños.
Amigos tuvo muchos, quienes la rechazaron al saber su secreto y quienes la amaron sin condiciones ayudándola y comprendiéndola.
Hoy camina con calma, erguida, hermosa, radiante y segura de su destino. Dueña de sus decisiones, diosa poderosa que resurge de sus cenizas.
Amada, satisfecha y libre disfruta de su cuerpo.
Y ama, sueña, goza, disfruta y siente como cualquier mujer.
Historia la suya no muy distinta a la de millones de mujeres.