Cosas que pasan en las cabezas
En realidad, no tenemos la culpa de que nos ocurra esto. Es más, es que es bueno que nos ocurra. Generalmente, las personas necesitamos tomar decisiones sin tener todos los datos necesarios, así que la evolución premia a aquellos que son capaces de reconocer patrones entre puntos, de rellenar inconscientemente los huecos en un razonamiento, los fallos en un discurso
viernes 23 de julio de 2021, 21:12h
Hay un chascarrillo muy viejo que afirma que el sentido común es el mejor repartido de los sentidos porque todo el mundo cree tener el suficiente. (El chiste es, obviamente, que mientras nosotros creemos tener suficiente, no creemos que los demás disfruten de bastante). Esto entronca con un concepto bien descrito en psicología, la tendencia que tenemos la mayoría de nosotros a engañarnos sobre nuestro grado de comprensión del mundo, esto es, los mecanismos naturales y sociales que lo forman o por qué y cómo pasa lo que pasa. A esta tendencia se le llama “ilusión de profundidad explicativa” y como todas las ilusiones, puede uno desvanecerla, en este caso intentando explicarle a otro como funcionan esos mismos mecanismos. De repente, en multitud de ocasiones, lo que parecía meridianamente claro en la cabeza de uno, se vuelve estropajoso e incoherente al pasar por su boca. “Lo sé, pero no sé explicarlo”, nos decimos sabiendo que no, que no es verdad o que por lo menos, después de eso estamos un poquito menos seguros de saber.
En realidad, no tenemos la culpa de que nos ocurra esto. Es más, es que es bueno que nos ocurra. Generalmente, las personas necesitamos tomar decisiones sin tener todos los datos necesarios, así que la evolución premia a aquellos que son capaces de reconocer patrones entre puntos, de rellenar inconscientemente los huecos en un razonamiento, los fallos en un discurso. Generalmente, a no ser que nos dediquemos a la ciencia o a la técnica, nos vale lo mismo una estimación que una medida y a la hora de creer lo que alguien nos cuenta, nos importa mucho más como nos ha hecho sentir su discurso que si ha sido exacto en su razonamiento. Es más, aquellos que se empeñan en demostrar las cosas matemáticamente son fácilmente ninguneados y ridiculizados por un contendiente medianamente ducho en las artes de la retórica y el espectáculo. (¿Se acuerdan de la imagen aquella de Manuel Pizarro en el debate económico con Solbes intentando explicar la burbuja económica y la crisis en la que estábamos metidos y cómo Solbes, no llevando razón, se lo comió? Este efecto tuvo mucho que ver.)
Cuando somos conscientes de que nuestro razonamiento tiene lagunas, de que nos faltan datos para interpolar con razonable seguridad, o simplemente, existe la posibilidad de que estemos equivocados se nos genera incertidumbre, un estado mental completamente desagradable, ya que sube nuestros niveles de cortisol en sangre y nos hace sentirnos mal, angustiados. Esa es una de las razones por las que nos cuesta tanto cambiar de opinión en una discusión. Nuestro organismo se siente mal, se rebela contra la posibilidad de esa incertidumbre, y no abandona las creencias fácilmente.
Curiosamente, si primero hemos intentado explicarnos (para enseñar a otra persona o para escribir unos párrafos a los que exijamos coherencia) y ya somos conscientes de “no saber explicarnos bien”, como esa incertidumbre desagradable ya se ha creado en nosotros y nuestro cortisol y demás hormonas del estrés ya están altas en sangre, estaremos mucho más abiertos a escuchar y tratar de entender los argumentos de nuestro interlocutor porque esa resistencia corporal ya se habrá superado.
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