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Un lugar en el que estar
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Un lugar en el que estar

Es muy curioso ver cómo mis padres y mis tíos vivieron la emigración de una manera tan diferente a la mía; y cómo al marcharnos por motivos de trabajo, con circunstancias muy distintas, mis padres, mis tíos y yo seguramente hemos tenido conflictos similares. Hemos compartido la añoranza, la deslocalización, la búsqueda de un lugar que poder considerar propio

Por José Mateos Mariscal
viernes 14 de mayo de 2021, 04:40h

“En la España de Francisco Franco no había ni azúcar", me contaba mi padre con su memoria prodigiosa y su verborrea que hablaba con pausa y certeza de su propia historia.

“Lo que comíamos eran sardinas en lata y en el frente de batalla, en plena Guerra Civil, lo que hubiera. Comíamos alfalfa y hasta ratas, que las matábamos de noche con un palo porque estábamos comiendo solo aceitunas. A las ratas las peleábamos, les quitábamos la piel, las metíamos en el fuego, las pasábamos y comíamos eso. Ratas, conejos o lo que hubiera”.

El tren les trajo hasta Alemania, a Hückeswagen. También de ese nombre tan difícil se acordaba . Y de que cuando llegaron, no había terminal de pasajeros. Por eso pusieron unas tablas en las vías con una alfombra encima para que cruzasen a tierra firme sin caerse al andén de Hückeswagen, que está a menos de una hora de Düsseldorf.

Tuvo que escoger entre el exilio o el paredón. Así que aquí llegaron con sus maletas llenas de recuerdos y mudas de ropa remendada. Se fueron directos a un hotel que acababan de inaugurar hacía poco en Hückeswagen . En seguida hablaron con el dueño, que era español. Mi padre le dijo que era cocinero y encontró trabajo al minuto. “Venga usted mañana”.

Se quedaron en el hotel un tiempo. En esa época no tenían ni casa ni habitaciones propias. Mi padre dormían en una hamaca.

La historia se repite
Años más tarde me tocó a mi vivir una experiencia parecida a la de mi padre.

El sol ya se había escondido y hacía mucho frío. El aeropuerto era gigantesco, en pocos segundos la brújula había cambiado de dirección. Llegaron las inseguridades, los miedos y las maletas que pesaban un mundo. Pero la ilusión estaba allí,vpermanente. Era el inicio de un viaje que llegó de forma inesperada,y que no ha dejado de dar sorpresas a cada segundo.

Esta es mi historia contada en primera persona. Es la más íntima que he compartido. Aquí exploro mis más profundos sentimientos y los comparto de forma inédita. Es mi corazón de emigrante.

Llegué a ciegas a Alemania sin saber qué encontraría, pero sí muy seguro de lo que venía a hacer.

La noche fue larga, tardó en amanecer. Hasta el momento no echaba de menos todo lo dejé atrás en mi cálida España ; pero todo cambió diez días después.

Seguro esto es lo que sienten todos que abandonan su país por perseguir sus sueños, por un nuevo amor o en el peor de los casos, porque viven situaciones políticas y sociales inexplicables en el sitio que les vio nacer.

Nunca antes había sido inmigrante. Ahora los entiendo más que nunca. Cuando sales al extranjero, amas a tu país como jamás lo habías amado. Rutinas que en su momento eran insignificantes, ahora son las más importantes. Pero en medio de esa nostalgia (que es inevitable sentir), hay algo que mueve al corazón, la mente y las manos para seguir adelante. Los más románticos, como yo, lo llaman sueños.

La historia de la familia Mateos Hernández es una cronología de migraciones continuas, de un éxodo constante por la sobrevivencia, una huida de la pobreza y de la exclusión, una búsqueda de las oportunidades que nuestro país, España, y el entorno nos negaron.

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