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Los “Sin partido”
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Los “Sin partido”

Presentar como corrupción lo que no es sino el ejercicio legítimo de la propia responsabilidad dice mucho de los valores del que se mancha la boca con la acusación

Contrariamente a lo que se suele creer, cuando uno se afilia a un partido cualquiera, no vende su alma al diablo. Sin embargo, no deja de ser curioso y conveniente para determinadas formas que esta creencia esté tan extendida en la sociedad, entre los afiliados e incluso los partidos.

Igual que cuando uno firma un contrato con su empresa se obliga a trabajar en esta a cambio de que la empresa le pague el sueldo y las prestaciones sociales, cuando una persona se afilia a un partido, se compromete a pagar su cuota, aportar su trabajo, su tiempo y su lealtad a cambio de que este partido siga defendiendo una serie de principios e ideales con las que el afiliado se siente afín. Al fin y al cabo, la gente se organiza en partidos políticos para tratar de influir y modelar la sociedad según lo que cree que esta debería ser y para eso busca partidos que defiendan una idea de “como deben ser o hacerse las cosas” que se corresponda “mas o menos” con lo que esa gente cree. Generalmente, nadie encuentra un partido que se corresponda o plantee exactamente lo que a él le gustaría, pero como estos ofrecen un altavoz y una infraestructura necesaria para tener más repercusión de la que se tendría en solitario, la gente renuncia a ciertas diferencias individuales, se acopla y se integra en la infraestructura.

Hasta ahí, la teoría. Un win-win de libro, todos ganan.

Cuando un partido tiene que proponer una lista de personas para un cargo electo, suele (debe) hacerlo en función de criterios de mérito, capacidad y pertenencia. Se elige a la gente que se cree que va a representar unas determinadas ideas o valores y gestionar los recursos y decisiones para llevarlos a cabo de la mejor manera posible. Ale, una vez el electorado los elige, la responsabilidad es únicamente de cada uno de los electos a lo largo de lo que dure su mandato.

Igual que suelen cultivar un injustificado sentimiento de propiedad sobre los votantes, pero de forma todavía más acusada, los partidos se creen en propiedad de esos puestos, actúan como si fueran suyos aunque la ley no les atribuya más poder que el de proponer a aquellos que pueden optar a ellos.

Es difícil que un diputado, un concejal, o un alcalde se rebele contra la disciplina de partido. Tienen que suceder cosas muy graves para que lo haga, puesto que es mucho lo que arriesga. Tenemos cercana la descomposición de Cs ante las exigencias de traición por parte de su coordinadora regional, pero no olvidamos la expulsión de los ex diputados de Vox o la de la alcaldesa de Cartagena y sus concejales, gente que puede haber tomado decisiones acertadas o erróneas, pero que desde luego se han mantenido firmes en lo que consideraban correcto.

Presentar como corrupción lo que no es sino el ejercicio legítimo de la propia responsabilidad dice mucho de los valores del que se mancha la boca con la acusación.
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