Hace unos días caminaba por la calle de vuelta a casa en una de esas grandes ciudades por la que me está llevando mi libro. Vi una familia de tres niños y una madre recogiendo comida y rebuscando entre las bolsas y cajas de un contenedor. Personas de todo tipo y condición pasaban a su alrededor y ni se inmutaban. Imagino que la costumbre de ver este tipo de situaciones nos ha terminado convirtiendo a todos, entre los que me incluyo, en unos insensibles.
Al llegar a mi coche y arrancarlo, escuché en la radio los desastres que está causando la guerra sobre la población civil y lo que supondrá para varias generaciones volver a recuperar la normalidad de sus vidas.
Fue en ese momento cuando me di cuenta, de que no solo hay una guerra, sino que hay miles de guerras y no tan lejos de donde nosotros vivimos.
Aquella madre registrando la basura para encontrar comida y aquellos niños jugando felices entre los restos de nuestras miserias, ausentes de otras guerras, bombas, misiles, refugios o carros de combate, viven su propia guerra.
Viven la guerra de la ignorancia, la invisibilidad de una sociedad que se acostumbró hace ya tiempo a verlos malvivir o sobrevivir de los restos de las miserias de nuestro siglo.
Y desde luego me di cuenta de cuántas familias estarán viviendo sus propias guerras, cuántas niñas y niños estarán, serán y quedarán marcados para siempre con ese halo de invisibilidad que nuestra sociedad les ha impuesto por vivir en la pobreza.
Aun me duele recordarlo; imagino que se nos podrán ocurrir millones de soluciones, debatirlas, comentarlas...
Pero estoy segura que hoy, al salir aquellos niños del colegio irán a recoger los restos de nuestras basuras, pelearán su propia guerra y los transeúntes seguirán pasando a su lado ignorando su desgracia.
Post data. “Estamos viviendo un momento histórico en el que el hombre científico e intelectual es un gigante, pero moralmente es un pigmeo”. Mario Moreno Cantinflas.