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El molinillo de café
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El molinillo de café

En días como hoy, miércoles 4 de agosto, entre sollozos y alguna lagrima pasajera me encomiendo entre a mis cuatro paredes a alguna divinidad, me valdría cualquiera, para que el molinillo volviese a sonar, aunque solo fuese una noche. Desde un aciago día de octubre de 2020 dejó de sonar, y con él se fue un pedacito de mí

Por José Luis Aledo Martínez

Al igual que muchos de ustedes guardo un sinfín de recuerdos del confinamiento, de todos los tipos y colores. En unas casas se le quitó el polvo a la receta de torrijas, o bizcocho, de la abuela, mientras que en otras los más mayores se reconciliaron con la tecnología para poder tener sus pequeñas tertulias con los amigos desde la comodidad del pijama y las alpargatas. Mi padre y yo hicimos nuestra pequeña revolución contra el streaming al hacernos asiduos de la franquicia CSI, conservando a día de hoy, siempre que podemos, la cita de los viernes con el teniente Horatio Caine.

En esos días de reinvención, en los que servidor sobrevivió gracias a la necesidad de leer montañas de papeles en lenguajes variopintos para cursar su Máster, mi padre, cuyo ingenio no dejará nunca de sorprenderme, ideó una solución para un problema que nos sorprendió en medio de la pandemia. Bumer, nuestro perro, había comenzado a perder facultades, la ceguera y la artrosis no le dejaban tregua alguna. Ante tales circunstancias se me ocurrió añadir a su comida, latas de paté para perro, raciones de pienso para que ganase, además de algo de peso, más energía. Debo confesar que tomé la idea de Once Upon a Time in Hollywood. En mi ecuación no entraba su rechazo a comerse el pienso, puesto que la mayoría de sus dientes brillaban por su ausencia.

Viendo el panorama, recordaré esta noche toda mi vida, mi padre se adentró en lo más profundo de la dispensa y empezó a sacar cajas y más cajas, una suerte de referencia a Indiana Jones. Al rato, yo estaba en mi cuarto, me llamó a la cocina, tenía una sorpresa para mí. De repente, entré y vi una cajita de madera con una manivela de metal, la pieza era vieja, pero estaba bien conservada. Ante mi asombro, y supongo que el de Bumer, pues este aún con sus dolencias nunca abandonaba a su amo, ni siquiera cuando estaba acompañado por Minerva, ustedes me entienden, cogió un puñado de pienso y lo metió en un compartimento de la caja. Unos minutos
después teníamos un polvo marrón.

Mi padre me explicó que era un molinillo de café de cuando vivían en Francia, aproximadamente podría tener la pieza su edad, unos cincuenta y tres años. La idea de moler el pienso ya se nos había pasado por las mentes tiempo atrás, aunque en esos días con un mortero. Supongo que por eso triunfo, y permítaseme la ironía, la Revolución Industrias en Gran Bretaña, no hay color entre darle al molinillo y el mortero. En cuestión de media hora mi padre había molido todo el saco de pienso, a la par que yo buscaba recipientes para guardar el polvo resultante. Al día siguiente, a la hora de comer, sazonamos la lata de paté con las especias resultantes. El resultado no pudo ser más exitoso.

Pasados los meses, en los que ya nos ha quedado tan lejano el confinamiento, al menos a los más jóvenes, en tanto que los hay que pecan de ingenuos, el molinillo permanece guardado. Mi padre ha vuelto a las capsulas de su nespresso, tanto por la vuelta a los ritmos de la vida previa al gran desastre como por pura comodidad. En días como hoy, miércoles 4 de agosto, entre sollozos y alguna lagrima pasajera me encomiendo entre a mis cuatro paredes a alguna divinidad, me valdría cualquiera, para que le molinillo volviese a sonar, aunque solo fuese una noche. Desde un aciago día de octubre de 2020 dejó de sonar, y con él se fue un pedacito de mí.

Permítanme clausurar estas palabras con un verso del poeta oriolano, que para aquellos que saben de lo que hablo no pasarán inadvertidos: «no hay extensión más grande que mi herida».

Alemar.

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