En el fondo no dejamos de ser animales. Simios asustados y deprimidos en el fondo de una cueva húmeda y oscura, demasiado oscura desde hace demasiado tiempo. Ni siquiera tenemos el dulce consuelo de los cuerpos y la compañía mutua, porque hace demasiado tiempo también que evitamos tocarnos, que pasamos el tiempo solos, que los abrazos y las visitas están proscritos, que miramos a los otros con preocupación, con prevención, que nos sobresaltamos con cada tos o carraspera.
El miedo, la tristeza y la depresión se han adueñado de nuestras almas en los últimos tiempos, y sin embargo, y aunque parezca todavía imperceptible, ha cambiado la tendencia. Las noches se acortan, la luz comienza a remontar y con ella la esperanza de que somos más que animales, que somos capaces de más. No necesitamos tocarnos para hacernos presentes, no necesitamos visitarnos para preocuparnos unos de otros.
La música, la comida, el alcohol y la compañía ayudan a alejar las sombras del ánimo. No es extraño que en la mayor parte de las culturas haya celebraciones en esta época del año. Sin embargo, la Navidad tiene algo especial para los cristianos, que hace que pueda ser celebrada sin música, sin comida, sin alcohol y sin compañía, esos lujos que durante tanto tiempo hemos dado por supuestos.
Dios, desde el amor, decide hacerse hombre. Con todas las consecuencias, sin trampas ni certezas, participando de cada milagro y sufrimiento cotidianos en los que consiste la naturaleza humana, pero comenzando por el primero de todos que es nacer y convertirse, como cada recién nacido, en una promesa cumplida, pura potencialidad y esperanza.