No es baladí que lo que se celebre estos días sea un nacimiento, y tampoco lo es el que se haga con reuniones, música y excesos de comida y de bebida. El tiempo es desapacible, hay poca luz, hace frío, las tardes son muy largas y solitarias, no apetece salir de casa, y esas luces y adornos, esas canciones y esas risas de niños tratan de conjurar la tristeza, la añoranza y los pensamientos oscuros y obsesivos. Hay, como decía un cartel en la residencia de mis abuelos, que trabajar por construir momentos buenos, porque los malos vienen solos.
Es algo conocido que lo que se subvenciona se fomenta y tiende a hacerse más frecuente, y lo que se grava con impuestos tiende a evitarse y a hacerse más infrecuente. Hay un ejemplo histórico clásico que cuentan siempre los profesores de derecho fiscal cuando presentan este tema, el de cuando se puso un impuesto al número de ventanas de las casas de Londres, entendiendo que estas eran una manifestación de la riqueza de los edificios, y lo que se consiguió fue que se construyeran edificios prácticamente sin ellas, hacinando a la población en habitaciones sin ventilación y aumentando drásticamente la trasmisión de enfermedades epidémicas.
No parecen estos días los mejores para rumiar sobre la muerte y otros asuntos oscuros, pero no he sido yo la que ha llevado y aprobado esta mañana la ley que reconoce la eutanasia como un derecho que debe garantizar el Estado al Congreso. Hasta ahora, existían los testamentos vitales, en los que uno podía dejar constancia de su intención de que no se le prorrogara la vida más allá de determinado estado, de que no se realizase el conocido como “encarnizamiento terapéutico”, y existían, por supuesto, los llamados “cuidados paliativos” encaminados a eliminar en lo posible el dolor y los padecimientos a los enfermos cuya curación o mejora no estuviese en manos de la ciencia conocida. Ahora existe el derecho a pedir que lo maten a uno, y la obligación, por parte del Estado, de garantizar que haya alguien que lo haga.
Decía Camus por boca de uno de sus personajes, que el único problema filosófico real era el suicidio. ¿Debemos permanecer inermes ante la decisión de otro de quitarse la vida? ¿Debemos ayudarle?
A pesar de lo garantista que pueda ser la ley que se ha aprobado, no incluye, por ejemplo, evaluación y atención psicológica para el paciente y sus allegados, a los que estas decisiones afectan profunda y permanentemente, ni tampoco medidas de prevención paralelas que permitan a las personas no verse como una carga para sus familias y su sociedad.
En unos años veremos resultados, pero una vuelta atrás no es previsible, sean estos los resultados que sean.